El totalitarismo moderno, a diferencia del imperialismo antiguo que nació mediante la guerra y la conquista territorial, ha surgido del convencimiento de las masas. El primer paso es igualar a todo mundo, todos y todas tienen las mismas necesidades y el Estado las va a complacer. Para Hitler, todo alemán requería espacio vital. Por eso era preciso conquistar territorios y sojuzgar a enemigos internos y externos. Si hubiese alemanes que dijesen que no requerían ningún espacio vital para ser felices, serían aplastados. Para Marx, todo asalariado sufre la enajenación del trabajo. Es infeliz porque no es dueño de los frutos de su esfuerzo, porque trabaja para otro. La solución: abolir la propiedad privada, así nadie trabajará para otros y será feliz.
Si un obrero o un campesino manifestasen que esa no es su felicidad, que les gusta ser asalariados, serían vistos como monstruos contrarrevolucionarios con desviaciones burguesas. Deberían ser adoctrinados o eliminados. Mismo patrón: todos son iguales, todos tienen la misma necesidad, yo complazco esas necesidades y deben vivir agradecidos a mi gestión. Ahora el intento es más sutil y universal. Apela a algo más cercano: la salud y la vida. Hay una enfermedad terrible, nadie tiene inmunidad natural, el que se recupera (según María Luisa Ávila) tiene secuelas tremendas que debemos estar atendiendo. Ningún medicamento que puedan adquirir o su propio organismo los salvará.
La salvación está en tres dosis provistas por el Estado, son gratuitas, salvarán sus vidas y deben vivir eternamente agradecidos por ello. Cualquiera que piense que no requiere las dosis es un anti ciencia, un ignorante, un peligro para la sociedad. Lo que me extraña es que los dueños de empresas privadas, incluidos noticieros y universidades que deberían defender la libertad de expresión y de cátedra, se hayan plegado a este nuevo totalitarismo y hasta fabriquen carrozas para alabarlo.
Luis Solórzano
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