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Eficacia no demostrada

En ciencia, dado un efecto podemos investigar su causa. Hay un sismo y buscamos el motivo: movimiento de placas, actividad volcánica… Pero la ausencia de un efecto es más difícil de determinar, porque son múltiples las razones por las cuales algo no pasa.

En los ensayos clínicos para autorizar las vacunas, la eficacia de estas se midió por la ausencia de contagios. El problema es que hay una infinidad de razones para que yo no me contagie. La más obvia es que no estuve en contacto con un virus y que, si lo estuve, este no se adhirió a mis mucosas ni se multiplicó en ellas. Puede ser que estuve en lugares en que no abundaba el patógeno, con gente no contagiada, me mantuve encerrado, no era una época en que afloraran los gérmenes, etc.

Las farmacéuticas inocularon voluntarios con dos dosis y una semana después de la segunda midieron los contagios con PCR, no por los síntomas. Ya una prueba tan dudosa despierta suspicacias. Más dudas se desprenden del hecho de que una semana después de la segunda dosis todavía no se habían formado anticuerpos IgG, pero lo más importante es que la vacuna no era la única causa posible de que no hubiese contagio, sino que había muchas más. En el grupo testigo hubo más contagios, pero no sabemos si estuvo más expuesto al virus que el vacunado. Se supone que las condiciones eran las mismas, pero se pudo manipular la prueba fácilmente. Por ejemplo, vacunar a personas que vivían en lugares con pocos casos o que trabajaban a distancia y poner placebo a quienes tenían más posibilidades de contagio.

Para que pudiéramos determinar que una sustancia evita el contagio, deberíamos primero demostrar que las personas tuvieron contacto directo con el patógeno y que de alguna manera el fármaco evitó que el virus se adhiriera y multiplicara en su organismo. Una prueba de ese tipo jamás se hizo. Las actuales vacunas solo producen, si es que los producen, anticuerpos que reconocen la proteína espiga. Estos se encuentran en la sangre y no pueden impedir la entrada del patógeno ni que se multiplique en las células. Por eso es imposible que la vacuna proteja del contagio en un 95% como se quiso hacer creer.

Tras las declaraciones en el Parlamento Europeo de una ejecutiva de Pfizer, los virólogos nacionales se han desmarcado y aseguran que las vacunas no son un escudo que impida el contagio, que son un apagafuegos que evita la difusión del patógeno cuando está dentro de nosotros. Que la sustancia impide la enfermedad grave y la muerte. No se dan cuenta de que jamás se hicieron ensayos clínicos para determinar que eviten la enfermedad grave, pues ninguno de los voluntarios requirió hospitalización o murió. Pero tampoco quieren reconocer que la vacuna no es causa única que evita la gravedad, pues sin ella, el 98% de los enfermos de COVID no requiere hospitalización. Así que decir que estas sustancias han evitado miles de contagios y salvado miles de vidas es más propaganda que ciencia.

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