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El mito de la seguridad de las vacunas

De manera cansina, el Ministerio de Salud y la CCSS repiten su burda propaganda: “Las vacunas son seguras”. Para comprender si lo son debemos retrotraernos al principio de la pandemia y la forma en que se explicaban las muertes de los contagiados. Estas se daban porque el organismo no reconocía al coronavirus y lo dejaba multiplicarse. Nuestro cuerpo reaccionaba tarde, cuando ya muchos millones de células estaban infectadas, y de manera excesiva, con una tormenta de citoquinas. Las personas morían por “fuego amigo”, se decía. Nuestras defensas, en su afán por destruir al virus y las células infectadas, destruían también células sanas. De esto se aprovechaban bacterias oportunistas para causar una neumonía fatal.

El organismo vivía una crisis de reconocimiento parecida a la que vivíamos en sociedad. Como no podíamos identificar a los portadores del virus por su tos o temperatura, pues se suponía que muchos debían ser asintomáticos, teníamos que separarnos de todo el mundo y mantenernos en una burbuja, aparte de usar mascarilla y realizar constantes lavados de manos, pues los objetos también eran portadores del COVID-19. Así destruimos relaciones sociales sanas y la economía nacional.

Apareció la vacuna y desaparecieron los asintomáticos, pues estos no requerirían ninguna sustancia para combatir unos síntomas que no tenían. Todo se convirtió en vacuna o muerte y el mecanismo de la sustancia era el siguiente, según la viróloga Eugenia Corrales: “Una vez que esa información genética está en la célula (ARNm), mi maquinaria enzimática lee ese mensaje y produce la proteína de la espiga del virus. Esta proteína es presentada al sistema inmune, el cual la reconoce y dice “esta no es una proteína mía, no es humana, es viral” y produce una respuesta inmune caracterizada por los anticuerpos que van a estar dirigidos contra la espiga, y me va a evitar una infección”. Obsérvese la clarísima contradicción y la carencia de explicación científica: si el sistema inmune no es capaz de reconocer al virus, ¿por qué si es capaz de reconocer a una proteína de este y producir anticuerpos contra ella? Véase que la seguridad no radica en la vacuna, que es un simple mensaje para producir espiga, sino en la respuesta del sistema inmune.

La sustancia no es segura por sí misma como sí lo sería un virus atenuado o muerto, base de las otras vacunas, pues este no se multiplica en el cuerpo como lo hace la peligrosa psique, que está muy lejos de ser inocua como sí lo es un virus atenuado: “Las propias proteínas de espiga causan daños directos a las células que recubren los vasos sanguíneos, según descubrieron los científicos en experimentos realizados en tubos de ensayo con una versión modificada de la espiga y células que recubren las arterias obtenidas de ratones”, según un estudio de Uri Manor, del Instituto Salk de Estudios Biológicos de La Jolla (California), aceptado mundialmente. ¿Cómo puede ser segura una vacuna cuya función es producir en nosotros una proteína peligrosa cuyo control recae sobre un sistema inmune que supuestamente no es capaz de reconocer al virus completo?

Por eso no es de extrañar que esta sea la vacuna con mayores efectos adversos en la historia de la humanidad. Si nuestro sistema inmune no elimina rápidamente la spike, esta se difundirá por el torrente sanguíneo y dañará órganos importantes. Los defensores de la inoculación han dicho que la spike no se difunde, sino que se mantiene empotrada en las células que la producen. Peor todavía. Imaginemos que se queda en una plaqueta. El sistema inmune no tomará como enemiga a la proteína sino a la plaqueta infectada. Puede confundirse y destruir más y más plaquetas, con lo que tendremos una trombocitopenia.

En conclusión, todo parece indicar que la vacuna en sì no es segura. Su seguridad depende de que el sistema inmune elimine rápidamente la spike, produzca anticuerpos contra ella y esos anticuerpos sean capaces de reconocer al virus completo cuando se presente. Si alguno de estos pasos falla, la sustancia puede tener graves consecuencias, más graves que cualquier otro medicamento creado anteriormente.

Luis Solórzano

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