Estoicos y cristianos fueron los primeros en Occidente en proclamar la igualdad humana, basada en la parte espiritual. Para los primeros, todos somos iguales por tener una razón y una voluntad libres; para los segundos, la igualdad consiste en un alma racional e inmortal, imagen de Dios. Nadie estuvo tan loco como para creer que la igualdad provenía de lo material o corporal. Más bien decían que la materia era el principio de individuación, lo que nos hacía distintos a unos de otros.
De hecho, materialmente somos diferentes a nosotros mismos todos los días. Nuestras células mueren y se renuevan, los virus y bacterias que nos acompañan también, hasta los cabellos se caen y vuelven a nacer. Físicamente no tenemos nada en común con el que fuimos hace cinco o diez años. Es la conciencia de ser una subjetividad que permanece lo que nos da unidad física y temporal. Espacialmente, la conciencia nos da identidad, nos dice hasta donde llegamos. El dolor que nos causa una llama que tocamos nos recuerda que no somos la llama. El frío que sentimos en la piel nos dice que no somos el frío, que está fuera de nosotros. Temporalmente, somos conscientes de ser el mismo que vio tal partido a los 10 años, aunque nuestro cuerpo sea totalmente distinto con respecto al de aquel niño.
La igualdad siempre es algo mental. Por eso me asombra que haya periodistas que digan que lo científico es pensar que todos requerimos cuatro dosis del mismo medicamento por igual y que se alegren de publicar que un millón de personas en Costa Rica ya han entrado en razón y lo han aceptado. Entrar en razón e inocularse eran sinónimos para una “periodista” de Teletica o de Multimedios, la verdad es que son lo mismo. Si lo que nos diferencia es el pensamiento, la absoluta falta de pensamiento nos iguala.
Por cierto, el que parece cambiar continuamente es el patógeno. Carlos Marín Müller abandonó la idea de que la sustancia es un escudo que nos protege del contagio, ahora solo nos da un retrato del enemigo para que lo combatamos. Nadie sabe por qué tienen que darnos cada tres meses de nuevo el retrato. ¿Será que tenemos un Alzheimer inmunológico y olvidamos este germen, pero no los del sarampión, la polio, etc.?
Luis Solórzano
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