En filosofía política solo hay dos maneras de encarar las relaciones entre la persona y la sociedad. Está la concepción liberal, para la cual el humano es anterior y más importante que el Estado, y la socialista -en sus formas estalinista o fascista- para la cual la sociedad es anterior y más importante que el individuo.
Nuestras leyes no son congruentes. Son predominantemente liberales, pero hay asomos fascistas en algunas partes. El padre del liberalismo político es John Locke. Para él, con base en el cristianismo, la persona es anterior y más importante que el Estado y conserva en sociedad todos sus derechos, excepto el de castigar las afrentas. Locke se basa en el Génesis, en un Dios creador que forjó hombres y mujeres completos, con todos sus derechos y habilidades: habla, uso de herramientas, etc. Esas personas formaron sociedades.
Cuando uno lee La Política de Aristóteles, se asombra de la expresión de que el Estado es anterior al individuo. Que un individuo separado de la sociedad no es alguien completo como una mano separada del cuerpo no es nada porque no puede ejercer su función de mano. Igual pasa cuando leemos en Marx que la conciencia es un producto social. Para ambos pensadores, y para muchos más, la sociedad es la que nos da ciertos derechos y puede quitarnos otros porque lo específicamente humano no se lo debemos a un Dios, sino a la comunidad. Solo en sociedad el hombre aprende a hablar, a pensar, a caminar erguido, a usar herramientas…
La concepción creacionista que bulle en el pensamiento de Locke choca con la evolucionista de Aristóteles, Marx y el fascismo. Marx o Hitler entenderían muy bien que un Estado tenga el derecho de obligar a todos los habitantes de un país a ponerse un medicamento, pero Locke y Jefferson jamás lo entenderían ni estarían de acuerdo. La ley de obligatoriedad pone a la sociedad por encima del individuo como cualquier ley del Tercer Reich. Por eso Eugenia Corrales la aplaude y asegura que quien no quiera acatarla debe ser excluido de todos los derechos individuales, tránsito y educación incluidos.
Creo que más que una ley fascista tenemos una interpretación fascista de esa ley, que no es lo mismo. Cada vez que leo los primeros artículos, pienso que su espíritu no es obligar a toda persona a inocularse, sino al Estado a proveer vacunas:
“Artículo 2º-Gratuidad y acceso efectivo. Garantizase a toda la población la obligatoriedad y gratuidad de las vacunas, así como el acceso efectivo a la vacunación, en especial, para la niñez, los inmigrantes y los sectores ubicados por debajo del índice de pobreza. Artículo 3º-Obligatoriedad. De conformidad con la presente Ley, son obligatorias las vacunaciones contra las enfermedades cuando lo estime necesario la Comisión Nacional de Vacunación y Epidemiología, que se crea en esta Ley, en coordinación con el Ministerio de Salud y la Caja Costarricense de Seguro Social. Las vacunas aprobadas deberán suministrarse y aplicarse a la población, sin que puedan alegarse razones económicas o falta de abastecimiento en los servicios de salud brindados por instituciones estatales”.
En el artículo 2 la palabra obligatoriedad sale sobrando. Debió decir: El Estado garantiza la gratuidad de las vacunas… El Estado puede garantizar que algo sea gratuito, pero no que sea obligatorio. El artículo siguiente afirma que son obligatorias las vacunaciones, o sea, las campañas de vacunación, pues luego dice que deberán suministrarse sin que se puedan alegarse razones económicas o falta de abastecimiento. El único que podría aducir esas razones es un gobierno que no quiera comprar fármacos, pero la ley lo obliga a adquirirlos.
Sé que esos argumentos han sido presentados a la Sala IV y esta ha aducido, con base en otros artículos, que la salud pública está por encima de la autonomía de la voluntad. Es una respuesta de corte estatista y completamente falsa. En primer lugar, el conflicto no es entre salud pública y autonomía de la voluntad, como si yo no me inoculara simplemente porque no me da la gana hacerlo. Es entre algo mucho más importante: entre salud pública y salud personal, pues puedo afrontar efectos adversos peores que los que me causaría una enfermedad de la que tal vez nunca me contagiaré y si lo hago, tal vez no sea más que un catarro. Y más importante,
¿Cómo se les puede ocurrir a los magistrados que un medicamento cuya máxima promesa es dar solo tres meses de protección puede brindar salud pública? Mi opinión es que la ley de obligatoriedad debe reformarse y eliminar las palabras que sobran, como “obligatoriedad” y aclararse quién está obligado -el Estado- y quién disfruta de gratuidad -las personas.
No creo que nadie en su sano juicio y con buena intención haya decretado nunca que un medicamento sea obligatorio para toda una sociedad. Tendría que ser el fármaco perfecto, incapaz de causar el mínimo efecto adverso y capaz de beneficiar a todos y cada uno de los habitantes de un país. Eso no existe ni puede existir mientras gente como la que conocemos esté detrás de la fabricación de fármacos.
Luis Solórzano
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