La OMS declaró pandemia al COVID el 11 de marzo del 2020. No se basó en el número de casos o muertes, sino en que ya había complido la fase seis para considerarla como tal: se dan brotes de la enfermedad en países de más de una región del mundo. En esos momentos había más de 118000 casos en 114 países, y 4291 personas habían perdido la vida. Obviamente, no tomó en cuenta una cosa, según diarios españoles: “Desde el inicio del brote se han recuperado más de 66200 personas, según el mapa del Centro de Ciencia e Ingeniería de Sistemas de la Universidad Johns Hopkins”.
De 118000 solo habían muerto 4291 (3,6%) y se habían recuperado 66200 (56,1%). Ese dato de recuperados no se difundió por ninguna parte. Aquí, ni lerdos ni perezosos Salas y Alvarado declararon emergencia nacional el 18 de marzo del 2020, siete días después de la declaración de la OMS. Solo había 41 casos en el país, ni un solo hospitalizado ni muerto. A partir de ahí, todos los poderes pasaron al ministro de Salud que publicaba el número de casos, ponía toda clase de restricciones absurdas y firmaba contratos secretos. Eso sí, Macaya amenazó con traer miles de bolsas para cadáveres y en la TV abundaban las tomas de hospitales llenos y, de vez en cuando, un recuperado que salía del nosocomio entre los aplausos de médicos y enfermeras, para que todos pensáramos que vencer la enfermedad era propio de seres superdotados.
¿Tenía sentido declarar pandemia algo que causaba tan pocas muertes, tenía un promedio de 1035 casos por país y ya mostraba un grado de recuperación de más del 56%? El mismo sentido que definir inmunidad de rebaño como “un concepto usado para la vacunación, en el que una población puede ser protegida de un determinado virus si se alcanza un umbral de vacunación. La inmunidad de rebaño se logra protegiendo a las personas de un virus, no exponiéndolas a él“. O de vacuna, ahora definida como cualquier: “preparado que se usa para estimular una respuesta inmune contra una enfermedad”.
Luis Solórzano
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