Una administración clientelar no sólo fomenta la incompetencia y facilita la corrupción: también desalienta a los empleados más capaces y vuelve habitual el cinismo. Quien por integridad personal y por vocación hace bien su trabajo comprende que daría lo mismo que lo hiciera mal, e incluso que cumpliendo su deber se gana el rechazo de los que mandan; y si todo el mundo sabe que el mérito puede ser inútil y la mediocridad recompensada, y que en último extremo todo depende del favor político, los alicientes para mejorar la propia tarea serán siempre inferiores a la tentación de la desgana, cuando no del servilismo